Por supuesto, todos se le reían. Carnavaleros o no, todos sabía que dios Momo era apenas un mito del que pocos se acordaban. Y lo que la mayoría no recuerda, aunque exista, no existe.
Era el único que se rehusaba a la tecnología. Para él, la murga vieja era mucho más de lo que la murga nueva puede llegar a aspirar. Solía llevar un bolso cargado con viejos cassetes, que hacía escuchar a cuanta persona se cruce. La gente le hacía caso, lo felicitaba por su tesoro; pero seguían sin creerle lo de Momo.
Y así volvía a su casa, una pequeña habitación cerca de la rambla que nadie sabía como había conseguido. La escena era siempre la misma: revisaba sus bolsillos, descubría que había olvidado sus llaves y golpeaba la puerta.
- Quién?- gritaban desde adentro
- Quién?- gritaban desde adentro
- Yo, el Washington
Un tipo algo petiso abría la puerta y le preguntaba
- Y? ya te creyeron que me conocés?
- No- Respondía Washington- Todavía no
- Ta de ma, bo.
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